Viajar es un...


450 kilómetros. – Con un buen coche no son muchos – pensé.

5 horas. – Como no conduzco... Una siesta, una buena conversación, una parada para tomar un café, unos rezos y, sobre todo, paisajes. Atravesar el norte de Italia, un buen trecho de Austria y penetrar en Alemania debe de ser un descanso para la vista y el espíritu de un aragonés auténtico.

Así nos las prometíamos gracias a Vía Michelín. Por eso, no supuso ningún esfuerzo llenar el Astra de alquiler. Un soltero cotizado, un matrimonio peculiar y dos curas despistados pueden, en principio, hacerlo. El poco de abnegación y espíritu de sufrimiento que suponía encoger las piernas y mirar siempre al frente quedaba compensado por la, siempre infantil, emoción del viaje.

Primera hora de viaje. Las autopistas italianas se han convertido en carreteras de alta montaña con un solo carril para cada sentido. Algunas veces medio carril. Las autoridades italianas han hecho coincidir la operación asfalto con el sábado 18 de julio. Nadie pudo hacerse cargo de las circunstancias: julio, sábado, autopista internacional, destinos turísticos... ¡operación salida!

Segunda hora. El río a cuyo margen discurre la vía ha comenzado a desbordarse. La lluvia es una maravilla (a veces). La lluvia es necesaria (¿siempre?). Las verdes cumbres y los bucólicos valles han sido colonizados por las potentes industrias metalúrgicas de la clásica Italia. No debe haber ecologistas en estas tierras. – ¡No!, ¡parece una nuclear!

Tercera hora. La conversación amena ha derivado en gritos. Los gritos ya no pueden ser amortiguados por la tapicería del utilitario. Es la hora de desaparecer. Un rosario. Otro rosario. Tres rosarios. ¿Un viacrucis?

Sexta hora. Hemos alcanzado la frontera austríaca. Estamos cerca de Innsbruck, cuna de cultura universitaria, de la fineza del arte y de los deportes de invierno. ¿Es hambre lo que sentimos? ¡Claro! Ya es hora. – Pararemos en el próximo bar. 10 km... 20 km... 30 km... Sólo hay gasolineras. Mi sueño se ha desmoronado. Esa salchicha alemana regada por cerveza alemana en un restaurante alemán se ha convertido en una triste salchicha de gasolinera austríaca, regada por esa repelente agua mineral con gas. Encima, hay que pagar para acceder a los servicios.

Octava hora. No hay tanta distancia entre Innsbruck y Füssen. Lo dicen los mapas. Una reata de domingueros lo niega. Una, dos, tres... mil quinientas... treinta mil. – ¿Son las revoluciones del motor?, ¿será el número de vueltas de una rueda por segundo? Estoy desarrollando un sentido especial. Poco a poco me voy confundiendo con el eterno movimiento circular. Voy solo en el coche. ¿Tengo piernas?

Novena hora. Un semáforo. Un desprendimiento ha obligado a reducir la vía de dos sentidos a un solo carril. No hay información. No hay policía. Los alemanes no pierden la calma. Hemos superado el obstáculo. Risas. Pobres los que van en sentido contrario... Me estoy volviendo malo y vengativo. Ya no tengo prisa y me regodeo en el sufrimiento ajeno.

Undécima hora. Hemos llegado al destino. Alemania es preciosa, pero el castillo de Neuswachstein está cerrado.

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