El rector de La Miana


El señor rector cuidaba de la parroquia: del templo y de las almas. Desde las masías, cercanas y lejanas a un mismo tiempo, cuando el trabajo no apretaba, niños y niñas subían cada mañana hasta San Miguel de La Miana para que el cura les enseñase a amar a Dios y a sus padres, amando las letras y los números. En otras ocasiones, el mosén dirigía los trabajos de los mayores, que, a concejil, arreglaban los caminos para que el cuerpo de cualquier difunto pudiese llegar, a tiempo o a destiempo, a la rectoría y, desde ella, se le lanzase bien llorado hasta el cielo.

Alguno de los últimos fue fotógrafo. Sus fotografías, colgadas de las paredes bien revocadas del caserón presbiteral lo atestiguan: la primera comunión de los niños del lugar. Hasta una docena rodean al rector, ataviado con el típico bonete catalán, más cerca de la barretina popular, que de la birreta doctoral. En el centro, su rostro y, un poco más abajo, piadosamente colocadas, sus manos juntas. El más observador se dará cuenta de que de entre ellas surge un cable: el que une la pera que acciona la cámara fotográfica de la que sabemos, merced a su producto tan bien conservado. Y es que el cura es un inmortalizador.

La guerra acabó con el rector y con la rectoral; con el vino de los toneles; la hierba espesa de los graneros; las secallonas del secadero y los libros de los estantes. La mezcla de sabor y verdad; de olor y bondad se rompió con el último de los regentes.

La parroquial, tan románica como su paisaje, fue expoliada bien y mal intencionadamente. Una familia se llevó el pequeño san Miguel de talla, para que ningún desalmado lo robara. Nada se sabe de la familia y menos de la imagen. Otros, amigos del arte y de lo ajeno, acabaron con el resto. Afortunadamente el vano del ábside, ricamente labrado, todavía sigue ahí, dando testimonio del impulso humanizador de los hombres y mujeres que, fieles a su naturaleza, han sabido ilustrar su vida y su mundo aportando la belleza de sus manufacturas a la belleza de la creación.

Años 70 del siglo pasado. Un holandés errante, discursivo y empecinado en superar el desaliento de la fría guerra, llegó. Él es el nuevo rector de La Miana y no está de paso. No hay nadie que le cambie de destino. Su porvenir lo ha elegido y labrado con la riqueza fina de la confianza, la decisión y el azar. Ha sabido encauzar su vida y lo sigue haciendo. Ofrece lo que siempre se ofreció en el lugar: hambre y comida; trabajo y descanso; letras y azadas; números y pastos; humanidad y divinidad. Bajo la ofrenda que el cielo hace a la tierra cada día, en forma de sol o de lluvia, Frans hace la suya. Ofrece un espacio que es ruina y vestigio. La última oportunidad, para el último soñador.

No quiere disneys ni parques temáticos. Se contenta con lo que hay y con lo que viene. Con el hoy que se asienta sobre el pasado como un sacerdocio librador. Aunque con sus palabras parece que quisiera sentar en torno a su mesa a las religiones, para que ellas mismas pactaran su desmantelamiento, la realidad es otra. Una cosa es lo que dice y otra lo que muestra.

Y en el fondo la ruina. De ella dice María Zambrano: "La destrucción del templo libera lo divino contenido en su interior. Queda rota la definición, sin caer por ello en la incoherencia. Es un todo no un fragmento... Es un verdadero centro donde el hombre se siente libre, en su ser y en su vida a la par. Cede la separación entre ser y vida que el ser humano padece, como la promesa de que será de este modo indisolublemente algunas vez, la promesa de ser en verdad un ser viviente".

Y así es: el templo roto, con su peculiar rector holandés, abierto, sigue repartiendo todo el bien que atesora en su interior.

(Anotaciones sobre La Miana, para María e Íñigo)

Comentarios

  1. ¡Gracias por el regalo! Y, sobre todo, por la compañía en este apasionante descubrimiento.
    Un abrazo.

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  2. Pero que boniro este post.¡Cómo me ha gustado!.
    "... el cura les enseñase a amar a Dios y a sus padres amando las letrasy los números".
    Los que tenemos el privilegio de enseñar(no sé si bien o mal, de todo habrá), sin darnos cuenta aprendemos a amar más. A veces es dificil y muchas veces nos cansamos, pero llena tanto...
    Entre la variedad de alumnos que tengo, hay dos grupos que me llenan de una manera muy especial. Uno es un grupo, que proviene del fracaso escolar o de su propio fracaso. Ha estos les enseño letras y números, pero sobre todo a amarse y a amar. Otro, mayores de 60, aprendiendo a desenvolverse con el ordenador, dando tanto fruto que me llena el corazón. Son ejemplo de humildad, colaboración y ansia de saber. ¡Como se ayudan y ayudan a disfrutar de los pequeños momentos que hacen grande la vida.
    Menudo rollo te he metido, más que un comentario ha sido un sermón. Será que la lluvia me pone nostálgica. Como dices, el cielo nos hace hoy una ofrenda en forma de lluvia. ¡Me gustan los días lluviosos, duchan a toda la naturaleza y también limpian los corazones.
    Un abrazo
    Carmen

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  3. Gracias a las dos. Por vuestra presencia y por vuestras palabras. Desde luego, fue un descubrimiento y revivirlo hace descansar. Y, sobre la espiritualidad del enseñante, Carmen tienes toda la razón: lo pequeño es lo más grande y lo más recóndito, lo más luminoso.
    En Pamplona, ¿verdad María?, también llueve y va a seguir haciéndolo, dicen. Yo hoy ya no salgo de casa. Un abrazo a las dos

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