Nuevo obispo de Teruel


Demasiado fría. Incluso para Teruel. Así fue la tarde del pasado domingo 26 de septiembre. Como si se cumpliese aquel dicho arrogante que afirma que la virtud de la puntualidad es patrimonio de los que ni tienen ni pueden tener otra, el acto, previsto para las 5 y media, no comenzó hasta 10 minutos más tarde. Entonces el Prefecto de Rúbricas indicó al clero “de orden” -y de probada virtud, se conoce- que comenzase a caminar hasta su lugar: el presbiterio de la Seo turolense. Allí, de manos de monseñor Rouco Varela, cardenal-arzobispo de Madrid; monseñor Fratini, nuncio de Su Santidad en España; y monseñor Yanes, arzobispo emérito de Zaragoza, el hasta entonces señor Escribano, presbítero, pasó a ser monseñor Escribano, prelado número 43 de la diócesis de Teruel y Albarracín. 20 obispos más, alrededor de 200 sacerdotes, unos 15 diáconos y casi 2000 fieles participaron en la misa de consagración del nuevo obispo.

La liturgia resultó solemne por su desarrollo y por su marco. No en vano han llamado a esta catedral de Santa María de Mediavilla la “capilla sixtina” del mudéjar. Su artesonado constituye el más grande de los catálogos de heráldica medieval de España. Digno de ver. Al comienzo, monseñor Lorca Planes, administrador apostólico de la sede turolense, saludó al candidato con unas breves palabras que evitaron “la tentación de dar consejos”. Todos los presentes lo agradecieron, aunque nadie, como es de esperar en ese recinto, lo manifestó palmariamente. Tras unas lecturas proclamadas con un característico acento de la tierra -ese inmeditado convertir cualquier palabra en llana-, se exhibió y leyó la bula de nombramiento del nuevo obispo. Una serie de invocaciones condujeron hasta el momento culmen de la acción sagrada: a las 7 de la tarde Teruel tenía obispo. Portando las insignias pontificales, la mitra y el báculo, monseñor Escribano, se sentó en su cátedra y recibió el homenaje de sus diocesanos. En el primer banco de la nave, sus ancianos padres lloraban.

La consagración episcopal resultó un acto espléndido. Una sola voz. Un silencio elocuente. Una alegría distinta. Cuando la ceremonia terminó a eso de las 8 de la tarde, los asistentes no se movieron del sitio. Algo les mantenía pegados. Alguien anunció que el neo obispo saludaría a los presentes en el claustro de la cercana parroquial de San Pedro -allí donde reposan los Amantes (de Teruel, claro)-. No se cumplió aquel chiste volteriano que hacía decir a un recalcitrante cura de misa y olla: “A continuación tendrá lugar un Te Deum solemne para el pueblo y un té con pastas para el clero y las autoridades civiles y militares”. No. Allí se sirvió un suculento jamón (de Teruel, claro) y un magnífico vino de las viñas del Vero. Un buen colofón para un acto en el que su protagonista manifestó que “no era él quien tomaba posesión de la diócesis, sino la diócesis de él”. Las autoridades civiles presentes no daban crédito.

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